Despertaba el dÃa con los primeros rayos de sol. Todos ellos estaban alrededor de aquella gran hoguera, que habÃa estado encendida durante cuatro dÃas, formando un gran cÃrculo, sentados sobre el suelo de tierra. Los cuerpos, privados de comida y agua, estaban exhaustos. Las caras, que habÃan sido labradas por el sufrimiento, presentaban los signos de aquella dura celebración.
La tradición reclamaba aquella ceremonia para agasajar a Pachamama. Durante cinco dÃas se oraba alrededor de un gran fuego. Noche y dÃa se mantenÃa encendido, y los participantes, eran privados de todo alimento y bebida, dando lugar, en ocasiones, a visiones y espesos sueños. El quinto amanecer culminaba aquella fiesta, ofreciendo el tributo.
Formar parte de la Madre Tierra era, desde el momento del nacimiento, el anhelo y deseo de todos aquellos que formábamos la gran familia. Convertirse en la estrella más brillante del firmamento, permanecer por siempre en los recuerdos de nuestros compañeros, dejar tras de ti un legado que fuera único y original. ¡No ser olvidado!
La noche habÃa sido oscura. HabÃa coincidido con la luna nueva. HabÃa estado sólo, bajo un espectacular manto de estrellas. Mientras esperaba que vinieran a por mi, recordaba la vida que habÃa protagonizado hasta aquella noche. ¡Era afortunado!
HabÃa visto atardeceres y amaneceres rodeado de aquellos que me querÃan. HabÃa visitado lugares donde Pachamama se hacia más cercana, donde demostraba toda su fuerza e intensidad. HabÃa caminado y conocido gentes sin igual, compañeros para toda una vida. HabÃa trabajado junto a los mejores y aprendido de ellos. HabÃa recorrido las montañas y habÃa aprendido, en ellas, a vivir con lo mÃnimo, con lo esencial.
Mi vida habÃa estado siempre llena de amor. HabÃa querido y me amaban. HabÃa tenido amigos cuando los habÃa necesitado. HabÃa disfrutado de pasión sin fin. HabÃa descubierto el amor de ser padre, y ya, jamás pude dejar de querer.
HabÃa perseguido mis sueños, haciéndolos sucumbir ante mi insistencia y perseverancia. Me habÃa volcado en todo aquello que habÃa intentado. Me habÃa puesto metas imposibles para superarlas y aprender que todo era posible.
HabÃa sonreÃdo, llorado, gritado, cantado, susurrado, acariciado, besado y abrazado.
Me llevaron ante ellos, oraban y cantaban formando un gran cÃrculo. Cuchicheaban comentando los detalles más insignificantes y menos importantes de aquel momento tan especial. Me senté en el centro de aquel cÃrculo de vida. Todos a miraban a mi alrededor. Estaba cerca de ser recordado, de ser único.
El hombre-medicina puso en mis manos aquel cuchillo ancestral, hecho de piedra tallada. Era tan afilado que podÃa cortar en dos el miedo que yo sentÃa. Dibujó con pintura extraños motivos sobre mi piel, marcando mi pecho, el lugar donde aquella daga debÃa introducirse y convertirme en parte de la Pachamama.
Cerré los ojos. Contra todo pronóstico no empecé a recordar los pasajes vividos, aquello que debÃa darme la valentÃa suficiente para seguir con el sacrificio.
No recordé el feliz camino que me habÃa llevado hasta allÃ. No recordé a mis amigos. No recordé a mi familia, ni a mis amores. No recordé a mis hijas que tanto querÃa. No recordé mis logros, mis éxitos.
En cambio, comencé a pensar en mis deudas. Las deudas que habÃa adquirido conmigo mismo.
Aquel amor, del cual no lo habÃa descubierto todo. Mis hijas con las que no habÃa compartido el tiempo que deseaba. Los sueños que aún ni siquiera habÃa inventado. Los sitios que todavÃa no habÃa visitado. Los descubrimientos que todavÃa no habÃa hecho. Todo aquello que todavÃa no habÃa superado. Los errores que todavÃa no habÃa cometido. ¡Tenia mucho por hacer! ¡Mucho por compartir!
Lentamente dejé la daga en el suelo. Me levanté y saliendo del circulo de vida, dándoles la espalda, caminé. Me alejé, lejos de allÃ.
Aquella fue la primera vez que uno de los mÃos rompÃa la tradición, el cÃrculo de Pachamama.
Aquel fue el primer dÃa de mi nueva aventura, de mi búsqueda de las deudas pendientes.
¡Y aquel dÃa cumplÃa 40 años!