Creaciones

Las flores doradas

La maldición

…y así hasta el final de tus días… – maldijo el brujo Balbasaur a quién atravesaba su corazón con una espada valyria.

Balbasaur había sido el tirano que, durante más de trescientos años, había sometido a los habitantes de reino de Asgard destinándolos a la crueldad y la miseria. Por fin, un caballero, Finrod Felagund, había hecho justicia.

El heroico caballero notó al instante los efectos de aquellas palabras, su cuerpo no padeció, sus órganos, intactos, seguían funcionando, su sangre seguía recorriendo, como antes, todo su cuerpo. Sin embargo, su alma, que había sufrido durante tantos años la tortura de la guerra, se estaba convirtiendo en piedra.

A partir de aquel día, Finrod, fue incapaz de sentir amor. El odio, la tristeza, la melancolía, el temor y la soledad le acompañaron desde entonces.

Sólo sus compañeros le instaron a buscar sanación, algo que pudiera devolver al Felagund de antaño. Conocieron maestros de la alquimia, curanderos y doctores. Ninguno de ellos podía contrarrestar la maldición de Balbasaur.

Y así comenzó la búsqueda.

¿Que es de un hombre sin el amor? ¿Que es de su felicidad? ¿De su vida?

La búsqueda

El sol empezaba a ocultarse cuando Finrod y sus ya desanimados compañeros cruzaron a caballo el puente de Menegroth. Se repartieron por el Bosque de Kelvar buscando una flor que no podía existir. Una flor capaz de sanar el alma de Finrod, de devolverle aquella capacidad perdida.

Finrod se separó primero de su séquito y se adentró después en el bosque, pues la mayoría de las flores de los alrededores de palacio ya habían sido cuidadosamente observadas por un millar de ojos sin éxito alguno. Espoleó a su montura hasta un altozano en la masa verde del bosque.

Entonces desmontó y sacó el arpa que llevaba consigo y que acompañaba la espada que le había traído tantas desgracias. Sus dedos pulsaron suavemente las cuerdas de plata. Con lentitud, acarició una melodía y poco a poco, el sonido tenue se elevó en el aire vespertino, entrelazando la base del sortilegio, tejiendo con hierba y plumas un lecho mullido, cubriendo con ramas el vacío, trinando los rayos del sol que descendía, formando un nido acogedor de música y luz. Los ruidos del bosque parecieron acompasarse a la suave melodía: el roble, la hierba, la piedra y el musgo escucharon primero y se sumaron después. Y sólo entonces Finrond cantó, llamando a las Olvar por su nombre, a las pequeñas criaturas del mundo por los sonidos que les pertenecían, por las palabras que les definían y expresaban lo que eran. Llamó al gorrión y al ruiseñor, al ratón y al zorro, a la ardilla y la liebre. El tejón y la lechuza, despertaron de su sueño. Finrod Felagund, señor de Argothrond, Hacedor de Cantos, príncipe de los Nazgul, tocó y cantó, y su magia invocó al Bosque de Kelvar.

Por fin dejó de tocar y habló con voz resonante:

Soy Finrod, señor de Argothrond, Desbastador de Cavernas. Aquel que acabó con Balbasaur y toda su crueldad y que por ello fue maldito. Busco la flor que pueda acabar con el hechizo que este lanzó con su último aliento, justo antes de su muerte.

La lechuza giró la cabeza y dijo:

Tu nombre y tu linaje es claro para nosotros, pues también el dolor se ha silenciado en los bosques y una misma música de paz y justicia habita en vuestra voz. Pero la respuesta a tu pregunta no la conocemos, porque ¿qué flor puede sanar una alma vacía como la vuestra?

No se dio Finrod por vencido y se volvió hacia el ruiseñor:

¿Tampoco tú, Cantor de la Noche, sabes dónde he de hallar esta flor milagrosa?

No, señor – respondió el ruiseñor.

¿Y tú, ardilla, que te afanas en lo alto?

No sabría responderte, mi señor -dijo la ardilla.

¿Y tú, ratón oculto en la hierba?

No conozco tal flor, mi señor – chilló muy bajito el ratón.

Y así, una tras otra, las criaturas de Kelvar proclamaron su incapacidad para ayudar a Finrod. Entonces, el príncipe se desesperó y se lamentó con fuerza:

¿Es que no hay en este bosque elfo, ave o bestia que no sepa responder con negativas?

Y se oyó la voz del tejón que carraspeó con voz profunda:

Mi noble señor, eso sí lo podemos responder. Pues es fama que a la orilla del Ara vive una misteriosa doncella que jamás ha dicho la palabra «no», sino que más bien dice a todo que sí.

Finrod quedó asombrado.

No sé que me maravilla más: la inventiva de un tejón, o la absurda idea que expresas -le dijo.

Pero los demás animales apoyaron al tejón con una gran algarabía, jurando y perjurando que no había dicho sino la verdad y que efectivamente había en el río una doncella que a todo decía que sí. Entonces el príncipe estalló en risas y les dijo:

Anochece ya y poco puedo hacer por continuar mi búsqueda, que hoy de nuevo sera infructuosa. Pero me intriga esto que me contáis y si me lleváis con esa doncella quizá pueda contar un cuento a aquellos que encuentre en mi camino, a mis compañeros alrededor del fuego.

Así lo haremos, señor – dijo la lechuza. – ¡Sígueme, pues, con tu montura, porque la luna ya se adueña de los cielos, y las luces de Varda me señalan el camino!

La doncella

Montó entonces Felagund en su corcel, y emprendió un rápido trote tras la lechuza, que resplandecía con luz de plata entre las sombras oscuras del crepúsculo. Larga fue la cabalgata del príncipe de Argothrond, y las densas arboledas pusieron a prueba su arte como jinete, pero la vista penetrante de los elfos y el resplandor de las estrellas le mostraron las sendas y la lechuza le indicó la dirección. Por fin, bajo el reinado de la noche, oyó con nitidez el canto de las aguas y supo que el Ara estaba cerca.

Hemos llegado, mi señor -dijo la lechuza. – Detrás de aquellos sauces hay un prado, y en el prado una pequeña cabaña. Allí mora, a veces, la doncella que dice que sí.

Y dicho esto, la blanca criatura inclinó la cabeza a modo de despedida y se alejó por donde había venido.

Felagund desmontó y miró al cielo. Aún no era medianoche, pero Menegroth no debía estar cerca y sin duda sus hombres no echarían de menos su tristeza y su melancolía. Tomando el arpa y la espada, caminó hacia los sauces, que susurraban suaves canciones a la brisa nocturna y acariciaban el rostro del príncipe.

Finrod aspiró con fuerza, y le pareció oler un aroma extraño y antiguo, que le recordó cuando era niño, allí en Valimar, y jugaba a veces por las amplias praderas lejos de la costa. Durante unos instantes durmió como duermen los elfos, y se acentuó en él la nostalgia del pasado perdido.

¿Pero qué encantamiento es este que me atenaza? -dijo de pronto- ¿Es que he de ser apresado por las argucias de unos sauces cuando una misión me aguarda, por imposible que resulte salir airoso de ella? ¡Despierta, Felagund, y descubre qué misterio te aguarda!

Salió entonces de su sopor y las imágenes del pasado se evaporaron de su espíritu, pero el olor a aquello perdido aún impregnaba sus sentidos con agradable pertinacia. Finrod avanzó con paso decidido y dejando atrás los sauces, llegó a un amplio prado circular.

Las estrellas que tachonaban el cielo se reflejaban en innumerables margaritas blancas a sus pies, como si la tierra, envidiosa, desafiara con sus luces la obra de Varda. Allí, en el centro de aquel claro destellante, se veía una pequeña cabaña de madera, como las que usaban los Elfos Grises. No había luces encendidas en su interior, pero a la puerta estaba sentada la figura de una mujer.

Finrod se le acercó, caminando con tranquilidad entre las gemas del prado. La doncella apoyaba la espalda contra la cabaña, y miraba a lo alto, al cielo. Era joven y hermosa; vestía una corta túnica gris y sus pies desnudos se dejaban besar por la hierba mullida.

Cuando el príncipe llegó a su lado, ella le miró por fin y le sonrió.

Mi señora -dijo Finrod con una reverencia- me llamo Finrod. Soy un viajero curioso al que han atraído extraños rumores. Dicen que habita en estos bosques una doncella que a todo dice que sí.
La doncella asintió inclinando la cabeza con una gracia incomparable, y el príncipe deseó que volviera a hacer ese gesto .

¿Sois vos esa doncella? -preguntó.

Ella cumplió el anhelo de Finrod y volvió a asentir, y sus ojos marrones parecían brillar con alegría.

Señora, esto me asombra. ¿Siempre decís que sí?

Por fin ella habló, con tono suave y gentil:

Así es, mi señor Finrod.

Finrod se animó un poco, pues era amigo de los juegos del ingenio y el pensamiento y ninguno le divertía más que aquellos que utilizaban palabras.

Entonces, no siempre decís la verdad.

-dijo ella.

¡Ah! ¿Y qué queréis decir con ese «sí»? -inquirió el príncipe.

Quiero decir que sí digo la verdad -repuso ella.

¿Siempre?

Sí.

¿Y podéis callar verdades?

Sí puedo.

Por lo tanto, no siempre decís toda la verdad.

Así es, en efecto.

Sabéis que puedo hacer una pregunta que os obligara a decir «no».

Podéis, efectivamente.

Si os pregunto si podéis decir «no», me diríais que no, y por lo tanto ya no diríais sí.

Es como decís, mi señor -dijo ella suspirando.

Pero no lo haré -dijo Finrod- Y vos lo sabéis.

Oh, sí que lo se -le sonrió ella, divertida.

Sabéis que no os haré decir no… pero si quisiera podría hacerlo. Estáis en mi poder.

Lo estoy, noble Finrod.
Finrod la miró y estalló en alegres carcajadas como solía hacer cuando encontraba algo bello que iluminaba su corazón.

En verdad, doncella, que sois la compañera ideal para dialogar. Muchos hombres os preferirían a todas las gemas del Rey Thingol.
Ella también rió.
Finrod la escuchó complacido y no pudo recordar si alguna vez había oído una risa semejante. Si así es, debió ser en Valinor, pensó. Entonces se acordó del motivo de su aventura y este le volvió a la mente.

Hermosa doncella -dijo- creo que sabéis lo que me ha traído aquí.

Sí lo sé. ¿Pero lo sabéis vos? -repuso ella con rostro serio.
Finrod pensó un momento.

La curiosidad, la emoción, el deseo de conocer, mi pasado, la búsqueda de la belleza, la esperanza, un deber…
Ella asintió con la cabeza, recompensando al príncipe por su sinceridad.

¿Podéis ayudarme?

Sí.

¿Podéis indicarme dónde encontrar una flor que pueda devolverme aquello que perdí y de lo que casi ya ni me acuerdo?

Sí puedo.

¿Me ayudaréis?

Os ayudaré -dijo ella- Pero primero deberéis pagarme.
Finrod la miró precavido:

¿Y en que puede consistir vuestro premio? Grandes tesoros podéis obtener de mí que gustosamente os obsequiaré, pero tened cuidado con lo que pedís, pues hay cosas que amo en gran medida y no estoy dispuesto a desprenderme de ellas.
Ella asintió comprensiva y respondió:

Mi pago os parecerá justo. Me gusta bailar bajo la luna y sentir la hierba suave bajo los pies descalzos, la luz blanca sobre mi piel, el aire dulce entre mis cabellos. La alegría me embarga en esos momentos y las penas son más llevaderas. Pero, ay, nunca tengo quién toque para mí, y bailar sin música es triste en noches como ésta. He aquí pues nuestro trato: tocaréis el arpa para mí y después os entregaré las flores que necesitáis.

Doncella -dijo Finrod sonriente- será para mi un placer y no un pago tañer las cuerdas y veros danzar.

Sí lo será -dijo ella- pero soy muy tímida y vergonzosa y preferiría que no me vierais danzar.

¿Pero tanto es vuestro pudor que debo tocar sin veros?

Sí, tocaréis sin verme -repuso ella tajante.

Las flores doradas

Y de alguna forma apareció en sus manos un pañuelo blanco que anudó de forma ágil en la dorada cabeza, impidiéndole toda visión. Mientras los brazos de la doncella le rodeaban haciendo el nudo, el aroma de nostalgia se apoderó aún más del Hacedor de Cantos, y le pareció como si la mujer fuese una ventana que mirase al mar, desde la que podía ver a lo lejos su hogar.
Y cuando ella se apartó, caminando en silencio sobre el prado, creyó oler las costas de Valinor difuminándose en el horizonte.

Tocad ahora, Finrod Felagund -le oyó decir, alejada- y lo que toquéis, por mi será bailado.
Y Finrod pulsó las cuerdas. La nostalgia se había aposentado en su corazón, y sin darse cuenta, los dedos volvieron a los días felices de antaño, antes de la Huida de los Nazgul, cuando la luz de los Árboles se fundía en crepúsculos sin sombra, cuando los Eldar moraban en la beatitud de Aman y los barcos cisne recorrían las costas del Reino Bendito. Antes de la guerra y la venganza, antes del exilio y de la culpa, los dedos del arpista recrearon el hogar perdido y bajo el pañuelo Finrod lloró amargamente por el orgullo de los Nazgul y la mácula de Arda. Cuando la canción llegó a su fin, los brazos de Finrod cayeron como sin vida, y su cabeza baja.

Oyó acercarse a la bailarina, que le alzó el rostro y le retiró la venda.

Finrod la miró y ella le miró a él. Había lágrimas en los ojos de ella, y un sudor fragante cubría sus hombros y las piernas desnudas. Por fin, ella bajó la mirada hacia el pañuelo húmedo que sostenía y habló con ternura:

Habéis llorado con los ojos, Finrod. Pero yo he llorado con todo el cuerpo. Esta noche os habéis hecho un poco más sabio.

Él asintió, y miró al suelo. Entonces se fijó en que junto a las humildes margaritas había unas pequeñas flores doradas, brillantes como soles, sencillas como lunas.

Esas flores -dijo la doncella- son las que necesitáis. Si me preguntáis cómo han llegado hasta aquí os responderé, pero creo que no es algo que desconozcáis.
Finrod se agachó y arrancó una de las pequeñas flores. Alzó la vista a la doncella:

¿Me ayudaréis a recoger algunas? -le pidió.

¿Cómo negarme? -rió ella inclinándose.
Nunca sabría Finrod cuánto tiempo estuvo recogiendo flores con la bailarina, porque el tiempo es algo extraño que no transcurre de igual forma para los Eldar o los Mortales, pero creyó hallar consuelo en la agradable tarea y en la silenciosa compañía de la doncella. Juntaron las flores y Finrod cantó una sencilla melodía que las bendijese y llenase de vida los pétalos de oro.

El príncipe miró fijamente a la doncella.

¡Cuidado, Felagund! -dijo ella- Si me hacéis una pregunta, recordad que sólo puedo decir que sí.

Quería preguntaros si os volvería a ver…

¿Queréis que responda?

No, no es necesario. Sé la respuesta.
Los ojos de ella asintieron con tristeza. Después señaló con el desnudo brazo hacia la linde del claro.

Allí está vuestro corcel, y en aquella dirección está el puente de Menegroth. Si os apresuráis llegaréis antes que el sol salga.

Felagund cogió las flores y dedicó una reverencia a la doncella. Después, dio media vuelta y sin volver la vista atrás, dejó el prado estrellado y los sauces susurrantes.
Sabía que una vez saliera del bosque jamás podría volver, el bosque de Kelvar le seria prohibido y con ello, volver a ver a aquella extraña doncella.

El amanecer

Su corcel atravesaba el puente de Menegroth. Los compañeros de Felagund salieron de palacio a recibirle. Cual fue su sorpresa cuando, al acercarse, hallaron una montura sin jinete. En una pequeña bolsa encontraron unas pequeñas flores doradas. Regresaron al castillo sabiendo que jamás volverían a ver a su compañero, el cual seguramente encontró un final para su tormento.

Mientras, cerca del Ara, un hombre volvía a pie al claro donde se ubicaba una pequeña cabaña. La doncella seguía apoyada a la misma madera que había sido árbol muchos años antes. Su mirada profunda y mágica se posó sobre el cuerpo de Finrod.

Este se acercó a aquella perfecta sonrisa, a aquellas perlas que eran los dientes de la doncella. La estrechó entre sus brazos, la acercó, sintiendo su aroma, sus latidos, la calidez de su piel y dejando que fueran sus labios los que hablaran por él, besó a la mujer que le había devuelto el amor, la pasión y la felicidad.

Y allí permaneció por siempre.

Dicen los narradores, que, aún hoy, en los alrededores del bosque de Kelvar puede oírse el mágico sonido de una pequeña arpa siendo tocada delicadamente.

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