Había una vez, (como me gustan los cuentos que empiezan así), en un lugar muy remoto (bueno no tanto), un rey (republicano y de izquierdas) que feliz vivía en su castillo (algo más modesto). Este rey era conocido por doquier, la gente al verlo lo saludaban y se paraban a conversar con él.
Siempre tenía una sonrisa para aquell@s con los que se cruzaba y jamás se dio el caso de tener enemigo alguno. Era muy conocido (incluso envidiado) por su gran felicidad y optimismo. Este rey se decía que guardaba un tesoro muy grande en su morada.
Diversos embajadores, nobles (no tan nobles) y reyes habían venido a verle y le habían ofrecido riquezas sin igual a cambio de conocer cuál era su secreto. Pero el rey jamás respondía, a lo sumo invitaba a un café (Nespresso) a quienes acudían.
Se dice que en alguna ocasión habían intentado sacar la verdad al rey, pero este se había mostrado impasible y ni una sola pista se conocía sobre lo que, de forma tan particular, guardaba tras los muros de su palacio (insisto que no era tan grande).
En cierta ocasión, durante una larga sobremesa, al rey se le escapo un detalle, el cuál no paso inadvertido al resto de los comensales. Estos grabaron sus palabras en la memoria, para una vez finalizada lejos de los oídos de este, comentar la jugada (deporte olímpico donde los hayan).
Las palabras habían sido: «Debo ir a cuidar de mis tesoros».
No era uno, sino varios. Además necesitaban cierto cuidado. ¿Que podía ser? ¿Una gallina? ¿Una planta mágica? ¿Un animal?
Eran muchos los cuchicheos y las hipótesis que se barajaban… ¿Que podía ser tan valeroso para que se protegiera de esa forma?
Tantos eran los comentarios que un día el rey (hastiado de tanto chafardero) decidió proclamarlo a los cuatro vientos (versión 2.0). Creo el blog elsecretodemifelicidad.com y publicó una sola imagen. ¡Esta!